Durante esos días lamenté no tener una amiga a quien poder decirle que ya no era virgen. Me parecía un asunto trascendental. ¿Y de dónde surgiría en mí aquel deseo incontrolable que se encendía como un bombillo entre mis piernas cada vez que recordaba las manos de Manuel y sus caricias? La lujuria con que me apaciguó después de que pasó todo y yo me eché a llorar cómo una criatura.
En la iglesia de San Cipriano, confesaban los sábados por la tarde. Entré y me ubique ante los confesionarios, tomé mi puesto en las bancas cercanas a uno de ellos.
La atmósfera del templo me envolvió en un abrazo, estar allí logró que me sintiese como una Magdalena pecadora e impura. La figura de cristo crucificado que presidia el altar me pareció la de una autoridad superior que con su presencia dolorosa reprendía mis acciones. Mi arrepentimiento fue, en esos momentos, fue genuina. Quise pensar que era sincera cuando me dije que no volvería a hacerlo.
En esas estaba cuando llegó mi turno:
-- Anda hija, dime tus pecados --me dijo.
Hice el amor con mi novio, padre.
El cura carraspeó
-- ¿Hiciste lo posible por vencer la tentación?
-- No sé. Fue algo más poderoso que yo.
-- Cuéntame cómo sucedió.
No pude. Salí corriendo molesta.