La casa despertaba a las siete de la mañana cuando ella y su gato bajaban a la cocina. Su cara, sus manos y su cuerpo regordete armonizaban con aquella sala donde destilaba pobreza.
Su rostro frío, sus ojos arrugados que pasan de lo convencional al amargo ceño del usurero, explican la hospedería, así cómo la hospedería explica a su propietaria.
Constantina frisaba los cincuenta años. Su rostro era un aparador de desgracias. A pesar de todo, en el fondo Constantina era un buen ser humano, "muy en el fondo"
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