Verdades...
Creo llegado el momento, hay muchachas que revelan su verdadera naturaleza.
Las propongo como playas relucientes. No es la belleza física un criterio determinante, ni cierta característica misteriosa que da a las niñas esa gracia etérea, ese cambiante encanto que las distingue.
Dentro de esos límites, el número de ninfas es bien inferior al de las jóvenes provisionalmente feas, o simplemente, agradables o simpáticas.
Hay que ser un artista, con una gota de ardiente veneno para reconocer el rango felino que la desesperación y la vergüenza prohíben identificar al pequeño demonio común entre las ninfas y su fantástico poder.
El tiempo pasa con poderoso influjo sobre este asunto. Ha de existir una brecha de años, nunca menor de diez entre ella y él, para que éste caiga bajo el hechizo. Es cuestión de ajuste focal, de cierta diferencia que llena de placentera emoción el contraste que la mente percibe con un jadeo perverso.
Cuando Anabel y yo éramos niños, Anabel era mi ninfa, pero hoy con el tiempo creo distinguir el genio fatal de mi vida. Nos queríamos con amor prematuro, caracterizado por esa violencia que destruye vidas adultas. Yo era fuerte y sobreviví al veneno, quedó abierta la herida y esta permaneció siempre abierta.
Mi vida adulta resultaba monstruosamente doble. Mantenía las relaciones llamadas normales, pero en el fondo me consumía en un horno de reconcentrada lujuria por cada ninfa que encontraba.
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