A las cinco
partieron. Las criadas del servicio habían salido adelante.
Daniel se desvivía por conversar con doña Inés. Al
pasar por la quebrada de las piedras trató de emparejarse con ella para
hablarle. El potro rucio caminaba más que los otros caballos, Daniel se atrevió
a preguntarle;
--¿Le parece
suave en andar de ese caballo?
--Suavísimo,
contestó ella; podría llevar un vaso de agua y no se derramaría.
--Así es, en
la hacienda no hay otro que camine como él.
--Debieron
ensillarlo para mi madrina.
--Ese potro
es el mío
--¡Ah! ¿Este
es el de usted?
--Si,
señorita.
A las seis y
media entraron en la ciudad.
En ese año, la ciudad se extendía desde el pie de la colina hasta la capilla de San Nicolás y desde la orilla del río hasta la plazuela de Santa Rosa
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